Viviendo la posteridad


Ya estamos instalados en la posteridad. En cada pequeño acto de nuestra vida cotidiana, está la intención de dejar una pequeña huella, una marca. Por ejemplo, en el mensaje que dejamos en nuestra red social favorita, ese que todos leerán si nos morimos antes de desactivar la cuenta; en las fotos de la última fiesta o reunión, que colgamos presurosos y exhibicionistas. O en los blogs que llenamos con nuestras obsesiones preferidas.

Vivimos para una imaginaria posteridad, cuando menos podemos jugar a que esta existe, y tomar la delantera eternizándonos en mensajes, ideas y opiniones.

Por eso invitamos a quien lo desee, a dejar una huella en este espacio.


jueves, 8 de marzo de 2012

El perreo: La perversión hecha mercancía (parte I) por Juan Carlos Ubilluz


La perversión hecha mercancía
El reggaeton es un género musical que fusiona el rap, el reggae y el hip hop. Hay cierto debate sobre si su lugar de origen es Panamá o Puerto rico, pero es sin duda en Puerto Rico donde el reggaeton adquiere mayor popularidad, y de allí se exporta a ciertas ciudades de EEUU y Europa y al a mayoría de los países de Latinoamérica.
El reggaeton ha llegado también al Perú, aunque aquí se le conoce más comúnmente como “el perreo” debido  a la explicitud sexual del baile. Por este y otros motivos- entre ellos, que las canciones ensalzan la promiscuidad, la droga y la violencia-, muchos opinan que el perreo es un síntoma de la degradación  moral de la juventud.Nosotros no lo creemos así.

Nuestra tesis central es que el reggaeton es, ante todo, una mercancía cultural, y que los jóvenes que lo escuchan y bailan son principalmente consumidores. Que esta mercancía se elabore sobre fantasías otrora inconfesables, no implica que quienes la consuman se identifiquen plenamente con ellas. Por lo general, los consumidores de la cultura del perreo no son ni predadores sexuales ni drogadictos ni pandilleros prestos a sacar una pistola para arreglar un problema. Como lo veremos a continuación, el perreo -como mercancía- permite  a los jóvenes gozar de la “degradación” sin caer en ella.

El perreo es un baile obediente

Como su propio nombre lo indica, el perreo alude al acto de copular “como animales”: en este baile que se practica principalmente en las discotecas juveniles de la clase baja, el “macho” golpea y restriega su miembro contra las nalgas o los genitales de la “hembra”. Podría decirse que los danzantes del perreo emulan al animal que satisface sus instintos sin inmutarse ante la mirada social; siempre y cuando se enfatice que sólo imitan: después de todo, los jóvenes no se desvisten y copulan realmente en la discoteca. El perreo no es por eso un retorno a la naturaleza, un dejar atrás el pudor en nombre de la necesidad animal. Tampoco es el equivalente de una orgía pagana o de un “gang bang” alucinógeno de los sesenta. El perreo es- para darle una primera definición- un simulacro del sexo que provoca el escándalo del adulto.

Como era de esperarse, los “padres de la patria” han respondido a la provocación. Desde la iglesia, el cardenal Juan Luis Cipriani hizo un llamado a los padres de familia y a las autoridades a fin de impedir que los jóvenes se prostituyan en este baile. Desde el Estado, el congresista Víctor Valdez, quiso presentar al parlamento un proyecto de ley para prohibir un baile que (según él) delinque contra la moral pública. Y desde la ciudad letrada, más de un crítico conservador ha visto en el perreo un mal que amenaza la fábrica moral de nuestra sociedad. Sin embargo, a pesar de estas opiniones que intentan (sin mucho éxito) contagiar a la población de su escándalo, los jóvenes danzantes del perreo ven y sienten el baile como lo más natural del mundo. Es más, cuando los entrevistamos en distintas discotecas, ellos nos aseguraron que no estaban haciendo nada malo. Aunque esto lo dijeron basándose en dos argumentos distintos.
El primero es que el perreo es un baile como cualquier otro, que no tiene nada que ver con el sexo. Y el segundo, que no hay nada de malo en que un baile sea abiertamente sexual. El primer argumento es obviamente una denegación cínica del segundo: el joven sabe bien que el perreo es “sexual”, y sin embargo insiste en afirmar que no lo es. En principio, esta denegación tiene un lado práctico: los jóvenes no cuentan con poder económico o político alguno y deben lidiar con el pudor y la posible censura de sus padres y de los “padres de la patria”. Es posible que en ciertos casos la denegación procure acallar la voz del adulto que aún resuena en la cabeza del joven. Pero en realidad la mayoría de los jóvenes piensa que es normal que un baile aluda directamente al sexo. De allí la naturalidad con que bailan el perreo y con la que respondieron a nuestras preguntas sobre sus movimientos y sensaciones durante el baile.

Hay que tomar en serio a los jóvenes cuando nos aseguran que no están haciendo nada malo. ¿Cómo podrían pensar ellos que están haciendo algo malo si hoy la autoridad paterna se ha devaluado, y con ella también los valores del recato, de la decencia, la virginidad: es decir, los viejos ideales que prescriben la abnegación, el sacrificio? Marcados por el declive del Nombre-del-Padre y la inexistencia del gran Otro, los jóvenes hallan estos valores vacíos, insustanciales. Visto desde esta perspectiva, el perreo no es transgresivo: la transgresión consiste en traspasar un límite interiorizado, en violar la ley en la cual uno cree de manera profunda. Como lo sugiere Bataille con relación a la experiencia erótica (la experiencia de la transgresión por excelencia), “La experiencia interior del erotismo requiere de quien la realiza una sensibilidad no menor a la angustia que funda lo prohibido, que al deseo que lleva a infringir la prohibición” (2002:43). Si se quiere ejemplificar la transgresión, hay que remitirse a la angustia del devoto ante el pecado, al horror-fascinación de ir más allá de lo que se cree el Bien. O al menos, al final de la década de los sesenta: en estos años de revoluciones estudiantiles, la sensación exuberante del erotismo se debía a que los jóvenes se hallaban en proceso de conquistar su propio pudor, de vencer la moral paterna que habitaba en ellos mismos. No hay tal sensación en el perreo puesto que los jóvenes de hoy no han internalizado con igual fuerza la moral paterna, el baile se halla desprovisto de la exuberancia que acompaña a la transgresión.
Quizás por ese mismo motivo es que los jóvenes no han hecho mucho caso a Vico C ( el llamado filósofo del reggaetón) cuando este declaró que el reggaeton “es un arma revolucionaria”. Al menos en Lima, no hallamos en los danzantes de perreo el discurso de la revolución sexual ni tampoco su espíritu desafiante, ebulliciente.
 No lo hallamos incluso en los jóvenes que afirman su derecho a bailar sexualmente y que a menudo se jactan de que el perreo es “sexo con ropa”. Y es que, para acceder al goce revolucionario del desafío, se necesita tener ante sí un adversario fuerte, uno que valga la pena. Mas si el adversario- la autoridad paterna- se encuentra hoy de rodillas, el alzar las banderas de la revolución acabaría tiñéndolas de inautenticidad. En todo caso, plantear hoy en día una revolución sexual sería un absurdo: ¿Cuál es la necesidad de una revolución sexual si el sistema hegemónico - el capitalismo tardío-  prescribe el “sexo libre”? En el perreo, entonces no se trata de la trangresión ni de la subversión, sino de la obediencia, de la obediencia hacia el imperativo al goce del capitalismo contemporáneo.
Ahora, que la autoridad paterna esté de rodillas, implica que ella es débil, más no que ya no exista. Que muchos jóvenes nieguen que el perreo tenga un contenido sexual, nos demuestra que ellos al menos no la han olvidado. Sin embargo, la autoridad paterna circunda el perreo no para ser respetada o transgredida sino para ser provocada y evocada por los jóvenes. Es un hecho de que la cultura del reggaeton se regodea en el escándalo: la letra de las canciones se esfuerza por ser sexualmente ofensiva, las mujeres en los videos musicales están vestidas como prostitutas y muchos danzantes (ya lo hemos dicho) se jactan de que el perreo es verdaderamente escandaloso. ¿ Y como podría serlo si ellos han admirado las nalgas de Xuxa u otras mientras mordían su chupón?

En el perreo se muestra una de las grandes paradojas del capitalismo contemporáneo. Además de prescribir el goce sexual, el mercado le otorga un sentido libertario: a veces transgresivo, a veces revolucionario. No obstante, el intento de darle al sexo este sentido se estrella contra el hecho de que la moral de nuestra época acepta  el acto sexual más “perverso” como un derecho del individuo. Es por ello que las películas de Hollywood escenifican  los temas de represión-liberación sexual en épocas pasadas. Por ejemplo , en “Lejos del cielo”, un hombre homosexual  se enfrenta al puritanismo norteamericano de los años cincuenta. Y en “Letras prohibidas”, el cual irrumpe la revolución francesa. En ambos casos, los cineastas recrean un universo moral ya extinto a fin de que el público experimente el vértigo de transgredir una prohibición interiorizada, vigente. En otras palabras, el mercado se ve obligado a recordar la moral paterna para restituir al sexo su sentido libertario.
Esto mismo es lo que se pone en juego en el perreo: a fin de devolverle el baile algo del hálito del escándalo, los involucrados se ven obligados a provocar y evocar la moral paterna. Así como las películas ya mencionadas, el perreo es un simulacro de la transgresión, una mercancía del mundo “entretenimiento” que recrea la conquista del pudor: Por desgracia, los jóvenes sólo pueden experimentar la transgresión de segunda mano y, por ende, nada conviene más a la cultura del perreo que las rabietas impotentes del cardenal Cipriani o del congresista Víctor Valdez. Gracias a estos “padres de la patria”, la moral paterna cobra vida artificial y los jóvenes pueden mantener (mal que bien) la ilusión de transgredir una moral sexual que no es la suya.

El perreo como el goce del excluido

¿Por qué la gente trabaja hoy tanto si el mercado empuja al sujeto a gozar? Muy simple: porque el goce no es gratis. Para gozar hay que tener dinero, y para tener dinero hay que trabajar. Así por ejemplo, a través de las mujeres desnudas en los medios de comunicación, el capitalismo engancha al sujeto en el productivismo con el siguiente mensaje: “Trabaja fuerte para que puedas cumplir con tu obligación de gozar sexualmente (de mi)”. Sin embargo, el danzante del perreo no parece ser el típico sujeto capitalista que se esclaviza en el trabajo con la promesa de un goce futuro. Por el contrario, el joven que acude a las matinées-perreo reclama su derecho al goce, aquí y ahora, especialmente cuando se supone que debe trabajar. De allí que, en el centro de Lima, mientras las masas de trabajadores regresan a sus centros laborales después del almuerzo, cientos de jóvenes se introduzcan a la discoteca Calle Ocho para bailar perreo.

Al entrar a esta discoteca, uno literalmente pasa del día a la noche: la oscuridad de trasfondo a las luces chillonas, la música  demasiado alta para conversar, grupos de jóvenes que comparten una jarra de cerveza caliente: es el típico ambiente nocturno de una discoteca juvenil. Recuerdo que, hace ya casi dos décadas, cuando llegaba a casa de madrugada, mis padres me rezondraban diciéndome: “Tú te haces de la noche el día”. Esto es exactamente lo que hacen los jóvenes en la Calle Ocho, aunque sospecho que con menos remordimiento que yo. No lo digo para elevarme moralmente –¡cómo me hubiese gustado tener su descaro!- sino para enfatizar que ellos hallan más cómodos en un rol social que contradice la vieja moral burguesa del trabajo, e incluso la laboriosidad prescrita por el mercado contemporáneo. En términos específicos, los jóvenes danzantes del perreo no sienten vergüenza de asumir la posición del inútil, del improductivo, del deshecho, o en argot marxista, del lumpen.
Aquí es importante recordar que el reggaeton tiene como trasfondo cultural el ghetto en la urbe norteamericana. En el Perú muchos de quienes son fieles a sus ritmos, se visten con zapatillas gigantes, gorros con vicera y polos anchos con los nombres de equipos de fútbol y básquet estadounidense. El prototipo del danzante de reggaeton es el joven latino que no tiene cabida en el sistema norteamericano y que frecuenta el mundo de las pandillas.
Es a este mundo al que aluden las canciones: como las señalan Colordo, Bisso y Orihuela, el reggaeton ensalza no solamente el sexo y la infidelidad sino también las drogas, el alcohol, el barrio y dinero y “rechazan situaciones injustas, […], diferencias sociales y racismo” (2005:4). Y puesto que estas canciones recogen los problemas y la frustración del excluido, del marginal, no es fortuito que, en Lima, el reggaeton sea acogido principalmente por los jóvenes de sectores sociales bajos, ni que la mayoría de discotecas identificadas con ese género musical – Kapital, Honey, Hangar 18, Extasis- se ubiquen en el cono norte. Pero, además así como los jóvenes pandilleros de los Estados Unidos, en el Perú los jóvenes que se sumergen en la cultura del reggaeton no están interesados en plantear una alternativa social y política que resuelva las injusticias del país. Por el contrario, ellos se identifican con el desecho del sistema y aceptan los signos exteriores de la exclusión

Que esto ocurra no debe sorprendernos en lo absoluto. En el Perú, los jóvenes de escasos recursos a menudo escuchan de sus padres  estos mensajes contradictorios: “Debes actuar moralmente” y “Todo está corrupto en este país”, Debes estudiar y trabajar para progresar en la sociedad” y “No hay oportunidades en este país”.
Por supuesto, hay muchos padres que resuelven contradicciones con los siguientes enunciados sintéticos: “El país está lleno de corruptos pero tú debes luchar para acabar con esta corrupción”, o “En este país no hay oportunidades para gente como tú, pero tú debes luchar para que las haya para tí y para gente como tú”. Pero como por lo general el padre hace poco o nada por construir una nueva sociedad, el hijo tiende a interiorizar que el compromiso social es un sueño de ilusos y adherirse a la ética individualista que recibe del mercado (ante la cual, el padre mismo baja la cabeza con la excusa de la “sobrevivencia”). En todo caso, los danzantes del perreo exhiben un realismo cínico con la relación al sistema. Cuando les preguntamos por cuál de los candidatos votarían en las próximas elecciones, la respuesta más común fue: “Por ninguno. Todos son unos ladrones”. Y cuando les preguntamos ¿dónde se ven ellos de acá a cinco años?, la respuesta casi unánime fue: “En el extranjero porque en este país no hay oportunidades”

Los danzantes del perreo nos recuerdan así al niño de la fábula del Emperador que está desnudo y que, sin embargo, le asegura a sus súbditos que está vestido con una túnica que sólo pueden ver los justos. Cuando el niño señala lo evidente, a saber, que el Emperador está desnudo, los súbditos arman un escándalo. Los viejos “padres de la patria” son como estos súbditos hipócritas, como tartufos que no pueden soportar la desnudez de la verdad. Y, por su parte, el joven que forma parte de la cultura del perreo es el niño que dice lo evidente: que el Otro no existe, que el Perú no existe como proyecto social guiado por el bien común y que hoy sólo existe la voluntad de goce capitalista. Es por ello que los padres nos parecen tartufos cuando se escandalizan porque sus hijos bailan perreo. ¿Acaso los padres proponen hoy con sus actos una sociedad alternativa a la del mercado? Poco importa que el padre le diga al hijo: “Tú debes ser un sujeto moral como yo”. Pues con su participación resignada en la realidad material del capitalismo criollo, lo normal es que el hijo escuche entre líneas: “No sacrifiques tu goce individual como yo, no seas idiota: el Emperador está desnudo”.

Desde su realismo individualista, los jóvenes se han desecho del sueño de los justos y desean abiertamente las mercancías de goce que el mercado coloca ante sus ojos. Pero ellos también se toman en serio que no tienen oportunidades de ascenso socioeconómico en el país y que, por lo tanto, las mercancías codiciadas están fuera de su alcance. No es raro entonces que encuentren un nicho de goce en la cultura del reggaeton, la cultura del desecho del sistema. De hecho, esta cultura conduce a los jóvenes a asumir el rol del marginal, aunque no sabemos cuántos de ellos se estancan en él. Sospechamos, sin embargo, que la mayoría de jóvenes no cae en esta trampa. Por lo pronto, muchos de quienes acuden a las matinées-perreo de la Calle Ocho estudian en institutos y universidades, y algunos de ellos complementan y/o pagan sus estudios con algún tipo de trabajo. Estos chicos no se entregan al abandono: ellos no son los drogadictos del barrio ni tampoco criminales en ciernes. Tampoco son pesimistas o resentidos. Las discotecas del perreo no son el infierno de Dante: en sus puertas no hay un letrero que diga: “El que entre aquí, abandone toda esperanza”. Los jóvenes que allí acuden confían en que saldrán adelante en la vida, aunque por supuesto no en el Perú.
Precisemos: sin duda el perreo promueve la identificación con el pandillero latino en EEUU, pero esta identificación se da mayormente en el contexto del mundo del “entretenimiento”. Como ya lo hemos dicho, el perreo es una mercancía: y en este caso en específico, una mercancía cultural que se apropia de los signos exteriores del ghetto, un simulacro de la existencia desenfrenada del mundo de las pandillas. Los jóvenes se sirven de la identificación con los personajes de este mundo para entablar relaciones con el sexo opuesto que seguramente exceden el espacio físico de la discoteca. No obstante, esta identidad es sólo una de sus múltiples identidades: en sus centros educativos o en sus trabajos, ellos se comportan de otra manera. No nos adherimos a la perspectiva posmoderna de que el sujeto es esquizoide, fragmentario o plural. Nos limitamos a reconocer que- por una variedad de razones- en la época posmoderna el sujeto asume con menores problemas que antaño una multiplicidad de identidades. Añadimos, sin embargo, que el sujeto no echa verdaderamente raíces en ninguna o en muchas de ellas: no sólo porque a menudo estas identidades se contradicen entre sí sino porque la cuestión de su subjetividad real permanece “ardiente” y amenaza con deshacer su libre elección de esta u otra identidad prefabricada, insustancial.
Pensamos entonces que, en el perreo, los jóvenes por lo general no se identifican fuertemente con el excluido, y por lo tanto pueden vestirse, bailar y actuar como excluidos sin por ello entregarse al abandono, al narcotráfico, a la violencia. Como lo indican sus testimonios, ellos no han renunciado a su deseo de progresar dentro del sistema, de un sistema que obviamente no es el peruano sino el norteamericano o el europeo. A lo que sí han renunciado es al deseo de construir una nueva sociedad, ya sea en el Perú, en Europa o en EEUU. En términos lacanianos, los danzantes del perreo no se dejan engañar por la ficción del Otro, y al no dejarse engañar por ella, yerran: yerran porque aceptan que el Perú es como es, que el mundo es como es y que nada nunca podrá cambiar.
En este sentido, ellos son cínicos que con sus actos perpetúan la injusticia y la exclusión del sistema. A pesar de que en el último año, más de 400,000 peruanos emigraron al exterior, es improbable que todos los jóvenes puedan emigrar. Y si lo consiguen, todo no será color de rosa: ellos tendrán que lidiar con el racismo y la exclusión en EEUU y en Europa. De modo que, al no dejarse engañar por la ficción del otro, los jóvenes yerran. Al sostener con tanta convicción que el Emperador está desnudo, se olvidan que si no lo visten con una nueva túnica, ellos mismo se quedarán desnudos.

Texto extraído del libro Nuevos Súbditos cinismo y perversión en la sociedad contemporánea 

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