Viviendo la posteridad


Ya estamos instalados en la posteridad. En cada pequeño acto de nuestra vida cotidiana, está la intención de dejar una pequeña huella, una marca. Por ejemplo, en el mensaje que dejamos en nuestra red social favorita, ese que todos leerán si nos morimos antes de desactivar la cuenta; en las fotos de la última fiesta o reunión, que colgamos presurosos y exhibicionistas. O en los blogs que llenamos con nuestras obsesiones preferidas.

Vivimos para una imaginaria posteridad, cuando menos podemos jugar a que esta existe, y tomar la delantera eternizándonos en mensajes, ideas y opiniones.

Por eso invitamos a quien lo desee, a dejar una huella en este espacio.


sábado, 7 de abril de 2012

El perreo: La velocidad y el desencuentro (parteIII)

La velocidad y el desencuentro

En La filosofía en el tocador, el libertino Dolmancé se horroriza ante la idea de penetrar a Eugénie por la vagina, puesto que obedece a una suerte de contramoral que exige la sodomía a fin de desafiar la alianza cristiana entre el sexo y la reproducción. Refiriéndose a éste y a otros episodios similares, Lacan comenta que a Dolmancé “la vía ordinaria parece asustar más de lo que conviene” (1975a:770).
A lo que apunta Lacan es a que el perverso teme el encuentro sexual con el otro. El libertino sadiano no es un perverso porque desafía la moral convencional sino porque erige un nuevo dogma de cómo gozar, dogma que le permite eludir la contingencia- lo imprevisto, lo fortuito, lo singular- de la experiencia sexual.  Sustituto y defensa de la verdadera otredad del sexo, el dogma libertino fija al perverso la tarea de maximizar el goce a través de la búsqueda de más amantes, más escenarios sexuales, o torturas cada vez más destructivas. En otras palabras, el esfuerzo sadiano por más goce cae en la trampa del lenguaje en la medida en que es indisociable del adverbio más que le es específico, el más rápido, la velocidad. Además de atizar el imperativo al goce, la revolución del consumo hilvana este imperativo al mandato a comprar-usar-desechar-comprar cada vez más rápido. A la maquinaria de producción y consumo no “le interesa” que yo esté satisfecho con los productos adquiridos: lo que “le interesa” es que yo me aburra rápidamente de ellos para que luego adquiera otros. El zapping es quizás el mejor ejemplo de esta impaciencia inscrita en el sujeto. No ha llegado todavía la pausa comercial cuando el televidente ya se aburrió con el programa y pasa a otro canal y luego a otro y a otro, todo en menos de medio minuto. En el zapping, el televidente encarna al sujeto ideal del mercado, al consumidor que se aburre rápidamente con lo que acaba de comprar, que persiste en creer que en el mercado encontrará finalmente un objeto que no lo aburra y que no puede soportar estar un segundo más sin ese objeto.
En nuestra opinión, el perreo se suma a esta carrera atolondrada que trastoca la contingencia del encuentro sexual en una misma experiencia con distintos rostros. O más precisamente, la concepción y la performance del sexo como una experiencia homogénea, impersonal, sirve de conjuro contra el encuentro sexual contingente, personal. Una manera de sostener la impersonalidad sexual es caricaturizar a la mujer como lo que se conoce en el argot masculino como “perra”. Por cierto, no varias, ni muchas sino todas las mujeres en los videos del reggaeton encarnan el estereotipo de la mujer-perra. Además de vestirse muy provocativamente y de mover los glúteos en el baile como si estuviesen copulando, ellas dan a entender con sus gestos  y miradas que lo que quieren en el fondo no es otra cosa que perrear. No hay en ellas ternura, amor o atracción hacia un hombre en particular, sino un interés sexual tan voraz como desencarnado que exige del hombre el “preseo”: el presionar sus genitales contra el cuerpo de ella.
 Paradójicamente, el cantante masculino se muestra más sensible, más sentimental. En la canción de reggaeton más popular del momento: “Lo que pasó, pasó”, Daddy Yankee se queda prendado de una mujer con la cual tuvo un encuentro sexual, a pesar de que -como él se entera luego-  ella le pertenece a otro hombre: “Esta noche contigo la pasé bien/ Pero yo me enteré que te debes a alguien”. Así como el cantante del vals, el cantante del reggaeton le teme a la “víbora”, a la “perra”: “Ella conlleva la medicina/engañadora que te envuelve y te domina”. Pero a diferencia del vals, aquí el hombre no se regodea en su sufrimiento sino que trata de desprenderse del afecto a través de la performance del preseo, performance alusiva a una sexualidad impersonal: “Presea dale presea/si ya no estamos juntos otra mujer me galdea mami/ Presea dale presea”
Observamos así, en el hombre, un debate entre la pasión por una mujer y una pasión impersonal, desencarnada. Este debate se halla inscrito en el ritmo mismo del reggaeton. En todas las canciones del género, se encuentran dos movimientos opuestos. Primero un ritmo clónico- casi invariable de una canción a otra- que es construido a partir  de “Los bancos de sonido” de las computadoras y con la ayuda de programas de producción informáticos. Y segundo, una melodía romántica, acaramelada, que suspende el ritmo maquínico anterior. Cuando se activa esta melodía, los cantantes reclaman de la mujer-perra un vínculo duradero. Por ejemplo, en “Hay algo en ti” de Zion y Lennox, Zion canta lo siguiente: “Hay algo en ti, que me lleva a locura/ Se me hace difícil creer que lo nuestro fue una aventura”. Aquí el cantante evoca la posibilidad del amor, del infinito que se abre en una mujer. No obstante, poco después, el ritmo que se abre en una mujer. No obstante, poco después el ritmo maquínico cancela esta posibilidad y transforma el vínculo afectivo en algo estrictamente sexual. A menudo, la letra que acompaña este ritmo proclama que el acto sexual con la mujer amada será sádico. En la misma canción, Lennox declara en un canto monocorde: “Vuelve ya/ No me hagas esperar/Mamita chula yo te quiero atrapar/ Para perrearte/ Para azotarte/ Pa’castigarte/ Y duro darte”. Otras veces la letra romántica persiste inclusive durante el ritmo maquínico. Sin embargo el carácter clónico del ritmo obra siempre en función de suprimir el afecto enlazado al sexo y traducirlo al lenguaje finito de la explicitud sexual, donde se exhibe una “curiosa alianza” entre “la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis” (Kundera 1995:11).
La frase citada proviene de La Lentitud de Milán Kundera y, por supuesto, él no está hablando del perreo, aunque si de un episodio que lo evoca: en él un joven llamado Vincent arriba al hotel donde se desarrolla una conferencia de entomólogos con el expreso mandato de Pontevin (su mentor intelectual) de armar un escándalo.
Allí Vincent conoce a una bella joven y la atracción mutua los lleva a la piscina del hotel. Asiéndose de la oportunidad de escandalizar, Vincent intenta sodomizar a la joven más no consigue una erección y debe contenerse con mover su pelvis contra las nalgas de ella en un ridículo simulacro de sodomía. La razón de esta farsa es que Vincent está menos preocupado del cuerpo de la joven que de cumplir con el encargo de su mentor, Así lo entiende el narrador omnisciente: “El podría irse ahora directamente a la habitación con la hermosa portadora del ojo del culo pero, como si obedeciera a una orden lanzada desde lejos, antes se cree obligado a armar allí un gran jaleo. Se ve presa de un torbellino arrebatador en el que se mezclan la imagen del ojo del culo, la inminencia del coito, la voz burlona del elegante y la gran silueta de Pontevin, quien como un Trotzky desde su bunker parisino, dirige una gran agarada, un gran motín orgiástico” (Kundera 1995:112-113). Poco después del simulacro, un incidente provoca la huida de la joven y él le pierde el rastro para siempre. Atormentado por la oportunidad perdida, Vincent sube a su motocicleta y la acelera hasta que la máquina y su cuerpo reúnen “la fría impersonalidad de la técnica  y el fuego del éxtasis”
Esta impersonalidad  extática se encuentra también en el perreo. Así como la sodomía  que protagoniza Vincent, el perreo es una farsa, un teatro, una simulación del sexo cuyo destinatario es el Amo perverso: recuérdese al animador que (en las discotecas) incita al joven a presear como todo el mundo y le asegura que el sexo consiste básicamente en la animalidad maquínica del preseo.
Y, además así como para Vincent, para los danzantes del perreo la aceleración es también una manera de olvidar un encuentro cuyo recuerdo causa un dolor. Como ya lo hemos visto, el cantante del reggaeton se sumerge en la velocidad maquínica-impersonal del preseo para dejar atrás la aventura con la perra que lo hirió. Pero no se trata simplemente de dejar atrás el recuerdo, de superar una experiencia del pasado: en términos más generales, en el perreo se trata además de negar la posibilidad de un encuentro sexual que involucre al sujeto de una manera más íntima, personal. El perreo es por ello una mercancía perversa de la cual se sirve el joven para provocar el desencuentro con el otro sexo.
No pretendemos adscribirnos a una crítica conservadora que se escandaliza porque el hombre ya no valora la monogamia o la estabilidad de la pareja. Resaltamos simplemente que los jóvenes se resisten cada vez más a aceptar el tiempo indefinido del encuentro sexual: ese tiempo sin tiempo en el cual uno se involucra con una mujer sin saber de antemano que uno se separará de ella o que encontrará lo mismo con otra. A esto apunta la parafernalia  tecnofílica del reggaeton: las letras “candentes”, el volumen de la música, el ritmo clónico, la voz del animador, los vestidos y los movimientos promiscuos –todo esto está allá para definir lo indefinido, para traducir lo infinito del sexo humano al discurso finito de la sexualidad animal. Esta estrategia no es muy distinta a la del libertino sadiano: como lo vimos al inicio de esta sección, un libertino urde un nuevo dogma del goce para eludir lo imprevisible del encuentro sexual. No obstante, los jóvenes danzantes del perreo no son perversos. Una cosa es asumir la perversión como una estructura subjetiva (como un saber incuestionable) y  otra es prenderse (temporal, intermitente o frecuentemente) de las mercancías perversas del mercado. Si hemos recurrido a esta analogía, es sólo para demostrar que el perreo permite  a los jóvenes eludir una experiencia a la cual temen más de lo que los adultos suponen.

El perreo: entre la perversión y la ética de la salud

Nos queda entonces por explicar por qué los jóvenes le temen al sexo en una época en que la moral paterna se halla devaluada y en que el mercado, encima, lo exige. Y si esto es así, si los jóvenes le temen de verdad al sexo, nos falta explicar también ¿Por qué se aproximan a él mediante un baile “promiscuo”? Comencemos por lo elemental (que a menudo se pierde vista debido a la proliferación de imágenes sexuales en los medios). El encuentro sexual es siempre traumático, perturbador. No importa cuán liberal sea una sociedad, ni tampoco que ella prescriba la promiscuidad: el sexo perturba, molesta, jode. A través de su relectura de los Tres ensayos de la sexualidad de Freud, Lacan profiere una frase enigmática que nos ayuda  a entender por qué es así: “No hay relación sexual “(1975c: 53). Con ella, por supuesto, Lacan o está negando que hombres y mujeres se desvistan y hagan cosas en la cama,  sino cuestionando la pulsión genital presumida por Freud en ciertos momentos de su amplia obra. Mientras los animales tienen un saber instintivo sobre cómo atender sus urgencias sexuales, los humanos- por su ingreso al mundo simbólico – carecen de este saber preprogramado: de allí la infinita variedad de actos “perversos” que se dan a lugar en la sexualidad humana. Entonces, puesto que no hay pulsión genital ni saber instintivo sobre el sexo, el encuentro sexual con el otro se da siempre en torno a un agujero.
Un poema inédito de la poeta inédita Micaela Mujica nos permitirá desarrollar esta idea:
He deseado este día en que vienes a mí
 cabalgado  por serpientes.

El verso evoca el encuentro traumático con el otro, quien se presenta como un riesgo para el yo, pues él o ella llega siempre “cabalgado” por pulsiones (“serpientes”) que él o ella no controla.
A diferencia de lo que prescriben los lemas sanitarios, el sexo no es nunca seguro: más allá de las catástrofes que presagia la maña calidad del preservativo nacional, el sexo pone en riesgo la estabilidad psíquica del individuo. Si hubiese un saber preprogramado sobre el sexo, todo estaría bien: uno entablaría relaciones sexuales con el otro y luego cada quien por su lado. Pero como no hay tal saber instalado con el cuerpo, el sexo es un vacío desde el cual el otro irrumpe “cabalgado por serpientes”
Retengamos esta definición: el sexo (humano) es la experiencia del otro en torno a un agujero.
Por supuesto, los humanos conocemos distintas maneras de bordear el vacío, pero ellas sólo nos ayudan porque, a la hora de la verdad, el sexo es un salto a lo desconocido; no por nada los franceses llaman al orgasmo: La petite mort ( La pequeña muerte).
El perreo es precisamente una manera algo histriónica que tienen los jóvenes para arreglárselas con ese salto voluptuoso siempre asociado al morir. En términos lacanianos, el perreo es una fantasía mediante la cual los jóvenes intentan negar el hecho de que “no hay relación sexual”. Ante la perspectiva del encuentro con el vacío y la otredad, los jóvenes afirman que sí hay en el hombre  y la mujer un saber preprogramado implica que el hombre y la mujer perrean respectivamente como un cangri pandillero y una perra.En otras palabras, el cangri, la perra y el perreo están allí para hacer existir la relación sexual”
 Que las fantasías cubran el horror de lo real, no es nuevo, y que los bailes escenifiquen una fantasía digna de un burdel en  un espacio público . El tango también escenifica una fantasía sexual, pero ésta se halla sublimada por la elegancia de los danzantes y la pericia de sus movimientos. Mientras que los movimientos eróticos del perreo sólo son replicados por “ciertas” porque la mayoría de ellas hace primar en su actuación la danza y las acrobacias sobre el morbo. Pensamos por ello que la deliberada explicitud sexual del perreo excede su función como fantasía que cubre una experiencia “naturalmente” traumática. Y nos aventuramos a afirmar que el perreo es además una manera “perversa” de eludir esta experiencia en el contexto del capitalismo tardío.
Expliquemos esto en detalle. Puesto que actualmente la moral paterna está devaluada, los sujetos se hallan sin argumentos morales para oponerse al imperativo al goce del mercado. Es decir, hoy más que nunca el sujeto está obligado a cumplir con su deber de gozar sexualmente: deber con el cual él nunca podrá cumplir: pues, irónicamente, mientras más se obedece al superyó más culpable se siente uno de no obedecerlo ( en términos cristianos, uno se siente culpable de pecar por omisión). Miller no exagera cuando arguye que la depresión contemporánea proviene de la perversión, y no de la neurosis como en la época victoriana (2005: 343). Lo cual implica que, en la actualidad, el sujeto siente la culpa de no gozar lo suficiente: de no gozar como lo exige el imperativo superyoico al goce.
Esta situación nos recuerda al padre que lleva a su hijo al burdel y le ordena gozar. A veces el hijo obedece al padre y pronto desarrolla una aversión o una apatía hacia el sexo. Otras veces el hijo es más astuto y trae chicas a la casa y se revuelca con ellas en el sofá, ante la mirada del padre, a fin de evitar sus futuras visitas al burdel . El perreo es una astucia similar, un ardid armado por los jóvenes para la mirada del Amo perverso (mirada encarnada en el omnipresente animador en las discotecas). A fin de aplacar el mandato a gozar de este Amo, los jóvenes escenifican una fantasía perversa para no tener que enfrentar  la relación sexual, la cual- no hay que olvidarlo- no existe. El perreo, en breve, esconde el temor al sexo a través del histrionismo “sexual”.
Ahora bien, en nuestra época, este temor “natural” al sexo se agrava debido la ética de la salud: ética que posiciona el bienestar del cuerpo y del yo como un valor supremo. A pesar de no sostenerse en la represión, esta ética puede resultar más opresiva que la moral victoriana y convertir en monstruos costumbres que antes eran parte de lo cotidiano. Recuérdese que no hace mucho el cigarrillo no era un atentado contra la salud de los demás, que nadie tenía la más mínima idea de que era una caloría o el colesterol y que el “sexo seguro” ( el safe sex) no estaba en el léxico de quienes no eran obsesivos. Si hay algo que caracteriza a nuestra época, es una toma de conciencia de los peligros  y enfermedades que amenazan  el cuerpo. Que ello se deba exclusivamente  a los avances de la ciencia médica, es una tesis que no acaba por convencernos; después de todo, que los médicos hablen de la salud no obliga a la gente a escucharlos. No hacemos mal entonces en detenernos en la siguiente pregunta: ¿por qué la ética de la salud es hoy la ética que acompaña el avance de la globalización capitalista?
Alenka Zupancic, nos da una primera respuesta. Con el declive del Nombre-del-Padre y los valores colectivos que él sostenía, la ética de la salud es la única defensa ética que tiene el sujeto - en el contexto del mercado-  ante el imperativo al goce individualista.
Adviértase que a pesar de oponerse al imperativo al goce posiciona el goce del individuo como el Bien supremo, la ética de la salud hace lo mismo con la salud del individuo. Y es que en una época marcada por la inexistencia del Otro, sólo una ética individualista como la ética de la salud podría servir de freno al imperativo al goce individualista.
Como lo indica Zupancic, el segundo tipo de individualismo funciona como una defensa contra la amenaza a la salud del primer tipo de individualismo (2003: 67). Por ejemplo, si el imperativo al goce prescribe el sexo, la ética de la salud le recuerda al individuo el riesgo de contraer enfermedades venéreas  y de este modo lo conduce a ponerle un coto al goce prescrito.
Convenimos con Zupancic que el imperativo al goce y la ética de la salud son dos versiones complementarias del individualismo nihilista. Pero creemos que esta ética no es sólo una defensa contra el imperativo al goce sino, además y principalmente el resultado lógico del individualismo narcisista del capitalismo tardío. Dicho de otro modo, la ética de la salud es el resultado de una estructura narcisista-imaginaria que erige al yo como su “majestad el yo” y convierte al otro - y a la otredad en general-  en  una amenaza contra su reinado. Más que una respuesta práctica a la epidemia del SIDA, la obsesión de la época con el “sexo seguro” es, ante todo, el producto del temor del individuo ante la amenaza de la otredad que se asoma en el agujero del sexo.
Siguiendo esta lógica, no sería demasiado audaz argüir que el narcisismo de la época impulsa al sujeto a renunciar al encuentro sexual sin renunciar al discurso de la sexualidad. Pero vayamos despacio y por partes. En la época moderna, el hombre empezó a ver en el sexo la verdad de su ser. Sin duda, el psicoanálisis es el principal movilizador de esta “ilustración” sexual: recuérdese que Freud entiende el deseo sexual como una suerte de infraestructura de los sentimientos, como el substrato que anima todo tipo de afecto (el amor) o lazo social  (la iglesia, el ejército). Además para los escritores modernistas, el sexo era una subversión del utilitarismo burgués y la mecanización del hombre en la sociedad industrial. Y si bien la liberación sexual era un reclamo del placer bajo la égida del individualismo, el reclamo tenía como correlato al Otro. Para Georges Bataille, por ejemplo, el sexo era una experiencia-límite que abría para el individuo la posibilidad de una experiencia supra-individual (1957: 150)
La época posmoderna parecería entonces la época en que el sexo ha ganado la batalla, la época en que el sexo es finalmente reconocido como la estructura profunda de los afectos. Pero no es así: pues en esta época el temor a la otredad hace que el reclamo del placer sexual se disocie del Otro para convertirse en un reclamo del goce estrictamente individual. No es fortuito que hoy proliferen las distintas modalidades del cybersexo: en el sexo-voyeurista por cámaras de web, un individuo en Dinamarca exhibe su cuerpo a la mirada del otro en Pekín desde el ángulo que mejor le conviene, manteniendo además la posibilidad de acabar con el “acto sexual” si éste se torna demasiado incómodo; y en el sex-chat, un individuo puede inventarse una identidad sexual y relacionarse con la identidad de otro sin tener que conocerlo de verdad. Lo que estas modalidades informáticas del sexo demuestran es que, ante el conflicto entre la exigencia al goce sexual y la exigencia a mantenerse saludable (léase, lejos del otro), el sujeto “obedece” a ambas con la post-sexualidad, es decir el sexo sin sexo, el sexo desprovisto de su sustancia “nociva”: a saber, la experiencia del otro.
La cyber-sexualidad es una mercancía análoga al café sin cafeína a la cerveza sin alcohol  y al pastel sin azúcar. Como lo explica Zupancic, estas mercancías ofrecen una solución conciliadora entre el imperativo al goce del mercado y la ética de la salud. A la tendencia hacia estas soluciones conciliadoras, Zupancic le da el nombre de “hedonismo posmoderno” y propone que su máxima fundamental es: “Goza, pero no demasiado” (2003: 67-69). Para ilustrar este nuevo tipo de hedonismo, ella describe el imperativo al goce como un estimulante y la ética de la salud como un ansiolítico. El hedonismo posmoderno incita al sujeto no a renunciar al estimulante sino a consumirlo con el ansiolítico. De allí que, para Zupancic, el sujeto ejemplar de nuestra época sea el protagonista de la novela Glamourama ( de Bret Easton Ellis), quien acostumbra beber champán con Xanax, o sea, un estimulante y un ansiolítico(2003: 69)
Sin ánimos de rivalizar con esta estupenda analogía proponemos que el danzante del perreo ejemplifica también la subjetividad hedonista-posmoderna. Después de todo, ¿No es este baile el equivalente del sexo con preservativo, del champán con Xanax o de la cyber-sexualidad? ¿No es el perreo un producto del hedonismo posmoderno: del resultado de la negociación entre el imperativo al goce de la ética de la salud? Pues, sí: el perreo es un simulacro del sexo que permite al individuo obedecer el mandato a gozar “sexualmente” sin los riesgos que el sexo implica. Como lo adelantamos arriba, el perreo es una manera de renunciar al sexo ( a la experiencia del otro)  sin  renunciar al discurso  sexual.
No estamos diciendo, por cierto, que el perreo sea un sustituto del sexo. Sin duda, tanto el perreo como el cybersexo permiten que ciertos neuróticos  preocupados por la salud puedan obedecer  al imperativo al goce sexual sin los riesgos sanitarios que éste implica.
No obstante, nada nos permite suponer que la mayoría de jóvenes que bailan perreo se abstengan de revolcar sus cuerpos en las sábanas, o en el asiento trasero de un auto. Estamos diciendo más bien que el perreo es una manera de eludir la pérdida de la individualidad en el sexo en el contexto de una época que lo prescribe.
En otras palabras, el perreo da cuenta de la voluntad del sujeto de eludir la contingencia del encuentro sexual mediante la asunción de los roles homogéneos del cangri y la perra y del acto de presear a un ritmo clónico. Es como si, a través del perreo, el sujeto tratara de conectar su cuerpo a un programa maquínico que lo eximiese de afrontar el encuentro sexual: es como si el sujeto le delegara a la máquina teátrica del perreo la responsabilidad de lidiar con el otro y él se concentrase en succionar el goce de otro que ya no es tan otro, puesto que ha sido procesado por la máquina.
Evidentemente, lo que la máquina del perreo le devuelve al sujeto no es la experiencia sexual- la experiencia del otro- sino la experiencia narcisista- autoerótica- de ser idolatrado por el otro.
Mientras visitamos la Calle Ocho y mirábamos a los jóvenes bailar el perreo, el animador (el Amo perverso) vociferó lo siguiente: “Todos los chicos quieren ser Jean-Claude Van Damme y todas las chicas quieren ser estriptiseras”. Aquí se observa claramente que el perreo se sostiene en una fantasía narcisista, y que esta fantasía se reviste de toda la simbología del ghetto  a fin de que el hombre pueda gozar a todas las perras y la mujer como la perra-mamacita-del-barrio que hace salivar a todos los cangris. Una vez más los jóvenes se identifican con esta fantasía solamente en el contexto del mundo del entretenimiento.
Lejos de catapultar a los jóvenes hacia el sexo pandillero, el perreo hace de él una mercancía estereotipada para el consumo masivo.
Así como la montaña rusa es una versión domesticada del salto al vacío, el perreo es la recreación sin riesgos del riesgo de actuar sexualmente con la audacia que se le supone a la perra y al cangri (p. ej.: la perra en el perreo puede gozar del riesgo de ser seducida por un cangri pandillero sin lidiar con el riesgo de ser violada por él). Volvemos así a la idea de que el perreo es un producto del hedonismo posmoderno: una mercancía que ofrece la ilusión del sexo sin otro que llegue “cabalgado por serpientes” 
Hagamos una última precisión. En todas las épocas, la fantasía sexual ha funcionado  como una escena que apacigua el horror de lo real, que gratifica de manera narcisista y sirve de  material masturbatorio. Lo particular del perreo es que la fantasía narcisista del sujeto se haya apropiado de manera tan desublimada del espacio público. Que esta fantasía los jóvenes se la lleven a la cama, es algo que no podemos saber. Lo que sí sabemos es que el individualismo narcisista del capitalismo tardío- que se asocia generalmente con los yuppies y los metrosexuales- ha penetrado muy distintos segmentos sociales, incluso el bajo mundo de las pandillas y sabemos también que esta estructura fantasmática sostiene  una realidad en la que cada vez nos parece más normal que el otro está allí no como un partenaire sino como parte de una mercancía que consumimos para gozar.

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