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Viviendo la posteridad
Ya estamos instalados en la posteridad. En cada pequeño acto de nuestra vida cotidiana, está la intención de dejar una pequeña huella, una marca. Por ejemplo, en el mensaje que dejamos en nuestra red social favorita, ese que todos leerán si nos morimos antes de desactivar la cuenta; en las fotos de la última fiesta o reunión, que colgamos presurosos y exhibicionistas. O en los blogs que llenamos con nuestras obsesiones preferidas.
Vivimos para una imaginaria posteridad, cuando menos podemos jugar a que esta existe, y tomar la delantera eternizándonos en mensajes, ideas y opiniones.
Por eso invitamos a quien lo desee, a dejar una huella en este espacio.
lunes, 30 de julio de 2012
La música del Azar -Paul Thomas Anderson
“Una persona
muere y otra se hace rica: se trata de la misma acción. Ambas cosas son los
mismo” – Robert Altman
Por Jaime
Akamine
Antes del
suceso que consiguiera Petróleo Sangriento el nombre de Paul Thomas Anderson
(California, 1970) ya circulaba como una constante dentro de las preferencias
cinéfilas de generaciones recientes, que ven en a una figura destacada dentro
de los márgenes confusos del cine independiente norteamericano de hoy. Con una
obra sino vasta, la suya es lo bastante provocativa y cohesionada para
advertirle visos y correspondencias de autor.
Una obra
vigente pero, a su vez, en plena construcción, dada su inventiva y resistencia
a los encasillamientos de un género; una obra rebosante de vitalidad,
reconocida en las leyes de un mundo ficticio propio donde el devenir de la
dramaturgia se ve potenciada por una propuesta audiovisual que tiene mucho de
homenaje, proeza técnica y ejercicio genial.
LAZOS FAMILIARES.
En Hard Eight
(1996), un veterano jugador de cartas se hace cargo de un tipo arruinado. Este
es el punto de partida para una asociación singular entre dos aparentes
extraños, una relación casi filial nacida a partir de un ánimo expiatorio. En
las películas de Paul Thomas Anderson, la base argumental se nutre de los
saldos y desviaciones del terreno familiar.
Las motivaciones
y angustias de sus personajes guardan vinculación directa con la búsqueda
expresa la identidad, con la experiencia castradora de un hogar partido, con el
revuelo originario de una juventud problemática como de una incapacidad para
socializar ya adultos. Esta ausencia que los delata y liga entre sí, los lleva
por una ruta quebradiza, un camino de reconciliación si se quiere, donde las
alizanzas y pactos del momento se ejecutan por pulsiones ocultas y donde el
trámite final se define bajo la inclusión de los mandatos del azar y el
imprevisto.
Dentro de
este itinerario de revelaciones, el pasado supone un elemento indivisible: no
se visualiza en la pantalla, sino que se le alude y reconoce como una evocación
próxima, un recuerdo al que se le evade sistemáticamente, un secreto
perturbador capaz de repercutir de manera rotunda en la vida de otros. Como
Sydney, el fascinante tahúr de Hard Eight o Amber, la diva porno de Boogie
Nights(1997), las creaciones de Anderson llevan por lo general una penitencia a
custas, una voluntad de contrición que las sensibiliza y conduce a un
sentimiento de compasión frente al resto, convirtiéndose enseguida en
benefactores del despropósito; suerte de padres putativos en busca de una
exculpación y revancha personales.
El pasado, de
este modo, aparece como este otro yo que determina las necesidades y deudas no
saldadas del ser humano, esa otra mitad que lo complementa y fuerza a un duelo
maldito y definitorio en el presente.
LOS SENDEROS
QUE SE BIFURCAN
La notable
toma inicial de Boogie Nights, que bordea los tres minutos y que es comparada
con justicia con las piruetas visuales de Scorsese, sirve de anécdota
introductoria: la cámara acompaña el desplazamiento físico de los personajes y
registra, a através de lsus conversaciones y gestos sueltos, los vínculos
imperantes entre uno y otro, generando una peculiar dinámica alrededor de la
escena y develando en ello un engranaje con cierto huelgo a teatralización.
Anderson, con estilo más avezado y ecléctico, pero sin dejar de lado a su
humanizados antihéroes, trasciende la revisión de género que significara su
ópera prima con un retrato coral ambientado en la época dorada del porno, del
que se desprende algunas patentes de su cine: contrapeso de la tensión, diálogos
cargados de ironía, guiones polifónicos, cinefilia ilustrada, ingerencia de la
suerte y lo circunstancial. El joven realizador resalta como un prodigioso
orquestador de secuencias, tal como lo demuestra la escenificación de la fiesta
en la piscina, en la que los tiros y movimientos parabólicos de cámara dan la
sensación de un espacio abarcado por un punto de vista antojadizo, un invitado que se mueve en
trazos sinuosos y circulares que se confunde con todos y pesca tanto la
incidencia como la revelación al paso. La cinta, además expone las habilidades
de un narrador que gusta de engarzar un puñado de tramas paralelas sobre la
marcha de un destino ondulante y con dejo aleccionador: el retorno de Dick
Diggler a casa de su director es una variante del hijo pródigo, un renacimiento
de la estrella perdida luego de una temporada purgatoria.
En estos
términos, Magnolia (1999) representa una cúspide de ese cine caleidoscópico.
Como en la legendaria Gran Hotel(1932) de Edmund Goulding, pasando por las
filigranas de Altman, la construcción dramática gira en torno a la interconexión
casual de los involucrados, cuyos actos convergen y alteran un microcosmos que
se entiende transitorio. De esta manera, la trama cede a las posibilidades
máximas de un andamiaje en conjunto que encuentra en la ocurrencia y el detalle
velado del origen de una cadena irreversible de causas y efectos
extraordinarios. Como el personaje T.J. Mackey (Tom Cruise) quien ajusta
cuentas con su pasado debido a la llamada de un enfermero, quien a su vez se
entera del tema por las palabras confusas del anciano al que cuida; o como el
oficial Jim Kurring( John C Reilly) quien, inseguro tras perder su pistola debe
de afrontar la turbación que les produce una enigmática mujer.
Las
historias, estructuradas a partir de lazos de contigüidad y coincidencia, no
solo se cruzan y complementan entre sí, sino que la idea de un orden intangible
que lo gobierna todo está dada desde el prólogo. Anderson quiere filmar la vida
misma, con sus contradicciones enigmas, urdiendo una serie d ehilvanados
exquisitos que van prefigurando la tendencia a veces melodramática, a veces
lúdica, del relato; Anderson parte de la fragmentación de la menudencia, para
componer un crucigrama absoluto, un rompecabezas divino, sobre el que pueda
lanzar su mirada de demiurgo de avanzada y sea capaz de señalar el momento
exacto en que se tuercen o recomponen las cosas; Anderson ofrece su veredicto
final con la intervención de lo absoluto, un rompecabezas divino, sobre el que
pueda lanzar su mirada de demiurgo de avanzada y sea capaz de señalar el
momento exacto en que se tuercen o recomponen las cosas; Anderson ofrece su
veredicto final con la intervención de lo absurdo sobre el carrusel de
acontecimientos que parece desplegarse sin fin, como el asesinato en Hard
Eight, el arrepentimiento en Boogie Nights, o el amor correspondido en
Embriagado de amor (2002), el director concibe para sus desenlaces una acción
límite que sirva de purificación y antesala hacia nuevos derroteros que
refuercen esa visión de universo volátil y zodiacal que plantea en sus
ficciones.
COLORES
SANTOS
Tras las
nutridas ramificaciones y resonancias bíblicas de Magnolia, Embriagado de amor
se presenta como la película sigue de cerca las incidencias de una relación
sentimental dentro de un contexto atravesado por el ensueño, la quimera y el
disparate.
El destino en
esta oportunidad se le revela a un freak de antología. En efecto, Anderson
filma a una personalidad maniática y empequeñecida (espléndido Adam Sandler),
vista a través de sus delirantes accesos de furia y de su frustración a la hora
de tratar como la mujer que sea. El argumento describe con sarcasmo su
perplejidad y tribulaciones a partir de la aparición de una serie de objetos y
circunstancias dispares ( un harmonio, un traje azul, latas de pudín, un
chantaje consumado, un viaje) que se interponen, cual señales clestiales en su
errático camino. Esta vez, el cineasta echa mano de una expresa carga simbólica
para su acabado visual, en donde un peculiar juego cromático parece subsistir
en cada plano; desde ciertos matizados fuertes en el decorado hasta singulares
fundidos policromos, el color parece congeniar de algún modo con el trance
emocional y catártico que sufre el individuo en pantalla. Asimismo, la música
basada en instrumentos de percusión y la actuación especialmente contenida
evocan cierto aire retro y cándido que tonifica el tono fabulesco del que goza
la cinta. Embriagado de Amor es un giro de tuerca a la comedia romántica
clásica, donde el resultado de su algebra sentimental importa tanto como la
estilización de su puesta en escena.
PUNTO Y
APARTE
Con todo lo
mencionado, y antes del estreno de Petróleo Sangriento, Paul Thomas Anderson
aparece como un artista preocupado en develar aquellos hilos invisibles,
cuentas pendientes y arcanos que fijan y deciden la trayectoria del ser humano.
Su mirada
humanista y capacidad reflexiva para abordar las paradojas que predisponen a la
tragedia, y su ansia por explorar nuevas formas estéticas para sus piezas de
redención, lo convierten en una de las voces más interesantes de la
cinematografía actual. Ya sea en un entramado colectivo dispuesto como una
unidad dramática total, o en ejercicios de estilo desnaturalizados, lo suyo
deslumbrad por su transparencia y arrebato sólo posibles en la depuración de un
talento en plena forma.
Para
finalizar, cabe destacar su equipo de colaboradores que lo ha acompañado en el
grueso de sus proyectos, desde la productora Joanne Sellar, pasando por el
fotógrafo Robert Elswit, el editor Dylan Tichenor, las composiciones de Jon
Brion junto a las colaboraciones musicales de Michael Penn y Simee Mann, hasta
su grupo magnífico de actores entre los que destaca Philip Baker Hall, Philip
S. Hoffman, John C. Reilly, Luis Guzmán, Melora Walters, entre otros.
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