Hay quien podría decir que las obras de Maurizio Cattelan no
son más que bromas, pero más bien se trata de caricaturas políticas. Todas sus
piezas son imágenes representativas y provocadoras con un giro humorístico y
oscuro: el papa alcanzado por un meteorito, un Hitler arrodillado e implorante,
un caballo con la cabeza empotrada en un muro. Pero el impacto de sus
travesuras no se disipa tras percibir el chiste: cuando ves a JFK tendido
descalzo en su ataúd, o a una ardilla suicida desplomada sobre una mesa de
cocina en miniatura, la impresión permanece mucho después del impulso inicial
de romper a reír. Cattelan provoca la reacción pública principalmente mediante
la ridiculización de la autoridad: los políticos, la iglesia, la fuerza
policial, el mundo del arte.
Sus gestos desobedientes han provocado no pocas
controversias: su reciente visión de una crucifixión femenina instalada en una
sinagoga en Pulheim, Alemania (2008), suscitó un debate público. Cattelan
carece de estudio y en su obra no se ve el menos rastro de su mano (aunque su
rostro si aparece en ocasiones, con frecuencia en forma de caricatura). Asegura
que pasa la mayor parte del tiempo al teléfono. Trabaja a partir de una única
idea y emplea a distintos proveedores para crear animales disecados y figuras
de cera de extremada verosimilitud. Disfruta con su papel de misterioso
productor tras la obra, de ladrón que se cuela en la galería sin que nadie se
percate, de anfitrión que se escapa de su propia fiesta. Aunque con frecuencia
se le ha tachado de bufón de la corte, no es el propio Cattelan quien
entretiene a las masas: él es un artista del escapismo que organiza un
espectáculo a nuestro alrededor para después huir de la escena.
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