Largo el camino de una amistad que tiene más de cuarenta
años, desde los setenta del siglo pasado. ¡Cáspita!, como ha pasado el tiempo
cuando visitaba el taller de la calle Belén, en el centro de Lima. Era la época
en que José Carlos ya había experimentado la cartongrafía con bastante éxito y
entraba a sus especulaciones sobre el arte popular que le abrieron una veta
riquísima, la del héroe latinoamericano y su identificación con el paisaje
andino. Dentro de esta línea, no dudó en extender sus ambiciones geográficas y
se aventuró a interpretar al “hombre representativo”, al héroe de la
emancipación estadounidense, George Washington, No se puede soslayar en estas
propuestas del artista cierta ironía y desacralización de las grandes figuras
de la historia americana. En uno de sus cuadros sobre Bolívar lo representa con
la cabeza de García Márquez y si es así Macondo puede ser Latinoamérica.
En La sonrisa maravillosa de George Washington (2000-02),
serie que representa al héroe con una sonrisa injertada, que puede ser la del
autor o la de cualquiera de nosotros, José Carlos camina al borde del abismo
del atrevimiento irreverente. Cuando retrata a Haya de la Torre un realismo
temeroso y púdico lo cohíbe: la historia reciente y familiar le ata las manos.
Pero la coyuntura es mala consejera, su camino no es el de la pintura oficial,
sino el de la imaginación desbocada, atrevida y desafiante.
En Visión Global (2004), pareciera que buscara un pretexto
para regodearse haciendo desnudos al claroscuro; no solamente eso. En esta
especie de “De profundis”, donde el grupo humano de espaldas clama en la
oscuridad, el artista se ha tomado un tiempo de meditar sobre la existencia del
hombre que: “sin más ropaje que su piel” espera el juicio final.
Luego fue el turno de Los caballos que vinieron del cielo,
esculturas en plata o en bronce, un ejercicio manierista sobre el tema de los
caballos (o yeguas) blancos, en cierta anera antropomorfizados en el gesto
sensual siempre dispuestos a la entrega y ala cópula. Ramos echa mano aquí a un
recetario Kitsch, con reminiscencias dela pintura tradicional china, a la que
agregó una buena dosis de humor como los huevos fritos que pueden convertirse
ambiguamente en flores decorativas. Pero esa época pasó para dar lugar a otra
serie, tragicómica, de luces y sombras, pero de gran despliegue imaginativo:
circo Sauer (sic)
El circo que se imagina Ramos está ubicado, unas veces, en
la tierra, perdido entre las montañas andinas; otras, la mayoría, nos presenta
un circo sideral, en el espacio cuajado de estrellas y cometas, en un mundo
suspendido, muy lejos de las contingencias terrenas, sin público, pero donde
todo puede ser posible. Esta surrealidad entusiasma a Ramos que la acentúa
sumiendo todo en la oscuridad: en esta noche eterna los personajes y las cosas
brillan con luz propia. Saltimbanquis y
equilibristas aluden a la precisión y la estática, muy lejos del caos. Los
animales de su imaginada zoología son albinos y se presentan en esta ficción
heráldica entre pesados cortinajes, borlas, joyas, armiños, mientras señala la
ruleta con cinco puntos cardinales, como las vocales-. En Se salió el mar…
(2009), un payaso quiere introducir toda el agua marina en una botella y este
imposible no nos llama la atención, si comprendemos que Ramos escribe con
enigmas y alude a los problemas limítrofes con vuestros vecinos del sur.
El circo ha sido, y es todavía un espacio donde se celebra
la alegría, el mundo de los payasos chillones; del virtuosismo cronometrado y
pasmoso de los trapecistas y equilibristas, pero también el lugar melancólico
de los animales amaestrados a golpes de fuete, de los vestidos raídos y
parchados y de la luz mortecina y nostálgica del alumbrado provinciano. Frente
a este estereotipo, el circo que nos presenta José Carlos Ramos es un circo
metafísico lleno de signos arcanos y preguntas que no tienen respuesta, cuyo
público no está representado en el cuadro, sino fuera de él, somos nosotros.
Desde sus incursiones en la cartongrafía(1964-65), técnica
inventada por el artista, pasando por etapas de exaltada creatividad con las
que se ganó un nombre en el arte latinoamericano, José Carlos Ramos tiene el
mérito de sorprendernos porque ha mantenido despierta la imaginación, atentos
su sexto sentido artístico y su terca fe en la pintura como lo demuestra la
exposición que presentamos hoy día.
Alfonso Castrillón Vizcarra.
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